miércoles, 1 de febrero de 2017

Estados convencionales de conciencia en vigilia

Rodrigo González, 2017.

Estados convencionales de conciencia en vigilia

No es menos peliagudo el estudio de los estados de conciencia por el hecho de ser convencionales. A pesar de ello, muchos valientes aventureros se introdujeron al tema por medio de la introspección y la fenomenología. Posteriormente se sumaron los esfuerzos y análisis de otras disciplinas como  la neurología, la lingüística, la inteligencia artificial y la física.

La palabra conciencia (Pinillos y Yela, 1983) proviene del latín conscientia que significa “con-conocimiento” o “conocimiento-con”, de la que se derivan seis acepciones convencionales:

1. Evaluación moral de los actos e intenciones.
2. Darse cuenta o percatarse de algo, que antes se desconocía.
3. Estado de vigilia o lucidez, por oposición al sueño o el desmayo.
4. Conjunto de contenidos mentales.
5. Experiencia subjetiva que deriva de una vivencia de identidad.
6. Discernimiento reflexivo.

Pero más allá de su definición es importante comprender cual son sus funciones (Pinillos y Yela, 1983). Han abundado las clasificaciones al respecto, en particular, me remití a las clasificaciones de Jung y James, considerando la relevancia de dichos modelos en el campo transpersonal (James, 1989; James, 1909; Jung, 1994; Jung y Wilhelm, 1961). Sin embargo, no me limitaré a ello, más apelaré a ellos como heurísticos en un contexto más amplio concerniente al tema.

En la presente sección dividiré la investigación al respecto en cuatro grandes procesos interrelacionados:
-          Experimentación (atención y percepción conciente),
-          Introyección (memorización, evocación e identificación),
-          Proyección (valoración, atribución causal, planificación y metacognición),
-          Participación (realización, interacción social y habituación).


Por una parte, los procesos de interiorización y proyección son procesos que se generan en el espacio interno de cada ser humano y en conjunto permiten desarrollar las dinámicas internas de los pensamientos, intuiciones y sentimientos. Por otra, los procesos de partipación y experimentación se generan gracias a la interacción del ser humano con su medio.

Mientras que los procesos de experimentación e interiorización permiten la integración de la personalidad, mediante la introyección de superestructuras. Los procesos de proyección y realización facilitan la diferenciación de la personalidad, mediante la realización valores y la satisfacción de necesidades del sujeto con su entorno.

Me resulta práctico clasificar los estados de conciencia en tres niveles de complejidad: La habituación y la experimentación corresponden a una forma particular de aprendizaje que puede desarrollarse a nivel preconciente, una especie de conciencia ingenua. Si a estos procesos se integran los de interiorización, valoración y planificación se desarrolla una conciencia de nivel práctico que es la forma más ordinaria de conciencia. Pero si a esto se le añaden los procesos de metacognición, interacción social y realización se origina un estado más complejo de conciencia llamada conciencia crítica.

Revisemos algunos antecedentes de la investigación respecto a la conciencia ingenua.

Los estructuralistas estudiaron la conciencia, a semejanza de los químicos, descomponiendo los elementos que componen las experiencias perceptuales.  Partieron estudiando una serie de sensaciones elementales (sabores, colores, temperaturas, etc.) que al sumarse forman procesos mentales más complejos.

Desde el funcionalismo, William James (1905) argumenta que existe una estrecha relación entre la conciencia experiencial y la adaptación, puesto que el sistema perceptual debe calibrar su discriminación sensorial según los estímulos que reciba del medio. Como explica James, la conciencia experiencial atiende o está a cada momento dirigida sobre algún contenido, ya sea una señal interna o externa. Sin embargo, la conciencia no es un agregado de contenidos, más bien es un fluir continuo de cambios que asocia sutilmente cada uno de los contenidos según un tono subjetivo en común por medio de una serie de estados transitorios de conciencia, que establecen relaciones lógicas entre los contenidos.

Como explica la gestalt, la percepción es más que un agregado de elementos y está dada por el campo en que está inmersa. Por ejemplo, Max Wertheimer demuestra como diferentes elementos de un campo, como, la percepción de dos luces que se encienden y se apagan sucesivamente se integran causando la ilusión de movimiento en el espectador (Dennet, 2007).

Kohler (1963) colocó chimpancés en un recinto donde se había colgado un plátano desde las alturas y se habían dejado un conjunto de varillas. Al comienzo el simio daba saltos o usaba una varilla para intentar sin éxito alcanzar el plátano. En cierto momento, el animal tuvo un insight, ensambló dos varillas para formar una varilla más larga y la usó para sacar la banana desde lo alto. Según Kohler, el animal motivado por la satisfacción de una necesidad reconfigura su campo perceptual, enlazando elementos que hasta el momento había percibido como separados. Teóricamente, realizó una apercepción, donde se reconfigura de la relación figura-fondo, de manera que adquieren pregnancia aquellos elementos que facilitan la satisfacción de necesidades.

Kohler luego descubrió que el insight no se daba cuando las varillas y la banana estaban lo suficientemente distantes como para requerir dos percepciones sucesivas. Kohler concluyó que el mono no es capaz de conservar la representación mental de la varilla cuando no se encontraba en su campo perceptual, faltaba lo que Piaget denomina constancia de objeto.

Hasta el momento hemos descrito un modelo de conciencia ingenua o conciencia primaria basado principalmente en la experimentación y la habituación, un modelo que puede aplicarse indistintamente a humanos y animales, pues los animales viven un presentismo en incesante cambio y sin puntos de referencia inalterables sufren dificultades para proyectar o abstraer (Edelman y Tononi, 2002)

Introduzcámonos ahora a los estados ordinarios de conciencia.

Como explica Alfredo Moffatt (2011) si realizamos un ejercicio de actualización perceptual, nos daremos cuenta solo existe el presente. Es este presente el que nos evoca recuerdos, pero los recuerdos contienen historias inconclusas y como bien sabemos nuestro sistema perceptual tiende completar las figuras para darles sentido.

La sustitución de los objetos perceptuales por signos permite traer al presente el espectro de los objetos pasados, la llamada representación (Moffatt, 2011), y luego los estados transitorios de conciencia permiten establecer relaciones lógicas entre estos distintos contenidos (James, 1989). Entonces, la evocación se convierte en un ejercicio esquemático de construcción explicativa, por medio del cual la memoria crea categorías, secuencias, seriaciones y otras relaciones lógicas entre los contenidos. Esto genera la vivencia de un transcurrir de recuerdos (Bruner, 1998). A su vez, un sistema de signos sedimentado producto de la interacción social, se transforma en un punto de referencia que otorga un sentido de continuidad a la vivencia de transcurrir, y junto con esto el sentido de orientación tempo-espacial (Berger y Luckman, 2001). 

En medida que necesitamos o nos vinculamos con un determinado contenido (sea material, social o mental), este pasa a conformar parte de nuestro yo empírico o autoconcepto; en palabras de James, lo que cada hombre considera perteneciente a sí mismo o parte de su vida. Como explica Gilbert Gimenez (2007) la identificación es el principal mecanismo que le permite al ser humano marcar una frontera entre el yo y el otro. Gimenez explica que la identidad se constituirá por la apropiación de distintos repertorios culturales: en primera instancia en el ámbito familiar, la tarea del ser humano es diferenciarse de la figura primaria de apego, luego distinguirse según una familia, un género, una etnia, un estrato social, una ocupación, etc. Ya que mientras mayor sea la cantidad de círculos de pertenencia que se crucen en un mismo sujeto, mayor será su grado de diferenciación. La identidad logra apropiarse de dichos contenidos en medida que el sujeto se transforma en un actor social perteneciente a ciertas categorías o grupos, y desarrolla atributos ideosincráticos o históricos, que puedan ser reconocidos por otros. Ahora, es necesario aclarar que si bien la identidad incorpora contenidos culturales como marcadores de fronteras, no son estos contenidos los que definen la identidad sino que la facultad del sistema de mantener fronteras que lo distingan de otros.

El sistema perceptual se encuentra ante un déficit informacional, delante del que se despliega una vorágine de posibilidades (Moffatt, 2011). Entonces el ser humano, ante la necesidad reducir la incertidumbre, etiqueta, valora y realiza atribuciones causales, construye proyectos. Estas son distintas formas en que la conciencia logra relacionar lo interno con lo externo, es decir, proyecta lo interior en el mundo externo.

Además, como explica John Turner y Henri Tajfel (1979), el sujeto en su esfuerzo por definir su identidad (auto-categorizarse) termina clasificando todos los elementos de la realidad en diversos niveles de abstracción. Y en consecuencia, la identidad (en sus diversos niveles de análisis) se transforma en el fundamento de los procesos de atribución causal y etiquetamiento, otorgando mayor predictibilidad al sistema psicosocial.  Al mismo tiempo, a medida que aumenta la posibilidad de predecir surge posibilidad de planificarse.

Según Zuazua (2001) el proyecto es una necesidad que se concreta en una meta a alcanzar y una planificación estratégica correspondiente, es la acción en potencia presente en la conciencia por anticipado. Implica una serie de procesos interrelacionados, entre los que destaco la atribución causal y las expectativas de eficacia y de resultado. Moffat (2011) agrega que en cierta medida todo proyecto también es una proyección de recuerdos, que se resignifican a medida que se futuran nuevos proyectos. Luego, de la capacidad de distinguir la consecuencia de la conducta emerge la facultad de valorar.

Según Lazarus (2000) existen dos procesos de valoración. El primero apela a la valoración sobre la relevancia que posee un determinado evento o contenido en relación a los compromisos o valores que tiene esa persona. La valoración secundaria es un proceso centrado estimar cuales son los medios más adecuados para enfrentar distintas situaciones. El proceso de valoración también se encuentra relacionado con la ejecución de juicios morales. Por ejemplo, Haidt  describe como el sujeto valora intuitiva y afectivamente las acciones, apelando a un conjunto de virtudes culturalmente prescritas. Luego, en segunda instancia, la persona intenta justificar su juicio recurriendo a “teorías morales a priori”, un conjunto de normas suministradas culturalmente para evaluar y criticar el comportamiento (Haidt, Bjorklund y Murphy, 2010).

Ahora recurriremos a Paulo Freire (1965), quien lleva la conciencia un paso más allá, circunscribiéndola al ámbito cultural e histórico, específicamente en el proceso de la transformación social de la realidad.

La conciencia no es meramente un fenómeno contemplativo, la conciencia es también ejecutiva pues emerge de la acción (Pinillos y Yela, 1983). Como diría Brentano, la conciencia es eminentemente intensionalidad.

La conciencia crítica es un proceso de reflexión-acción-reflexión, que se logra por medio del proceso de concientización, que consiste en un dialogo horizontal y debate fundamentado, por medio del cual se revisan  y problematizan en profundidad diferentes interpretaciones sobre la realidad. Luego, el sujeto realiza acciones participativas derivadas de dichos diálogos, para finalmente reflexionar sobre dichas experiencias (Freire, 1965).

Gracias a los procesos metacognitivos (Flavell, 1985) el individuo puede tomar conciencia respecto a sus procesos cognitivos y regular dicho funcionamiento. Ya Vygotsky (1964) y Bandura (1987) habían advertido esta competencia del pensamiento, estableciendo una íntima relación entre la autoregulación, el lenguaje y la mediación socio-cultural.

La concientización, al poner entre comillas la realidad abre las puertas a la reflexión sobre las pautas de interacción social, los propios procesos internos y los mismísimos fines hacia los que se dirige la existencia humana. Este último punto es importante, pues no solo se abre la reflexión sobre el propio funcionamiento. Recordemos que -según Frankl- el núcleo espiritual es teleológico pero relativamente inconciente, siendo necesario un elevado nivel de conciencia para entrar en un diálogo reflexivo sobre el sentido de la vida. Siguiendo a Jorge Millas (1962) el espíritu no es solo “el grado de conciencia ética y de conocimiento que alcanza el hombre en cada momento frente a sí mismo y frente al mundo”, sino también “la participación activa del hombre en el hacerse de su vida mediante una toma de conciencia que, sostenida por el conocimiento y la valoración, le permita interpretarla y dirigirla”.

Jung clasifica las funciones psíquicas en cuatro: Percibir, Pensar, Intuir y Sentir (Jung, 1934). La percepción se corresponde tal cual con nuestro modelo. El pensamiento se relaciona con los procesos introyectivos, especialmente la evocación e identificación. La intuición con los procesos de proyección temporal. Y el sentir con los procesos de valoración.


Según explica Jung, estas funciones pueden ser tanto concientes como inconcientes dependiendo de la dinámica inconciente compensatoria. En el caso ideal, un sujeto individuado dotaría a cada una de las funciones de la misma cantidad de energía psíquica, ejerciendo las cuatro funciones en igual proporción. No obstante, por lo general, una persona tiende a sobre dimensionar alguna función por sobre otra. Por ejemplo, puede estar conciente de sus pensamientos pero no de sus sentimientos (ver imagen). En este sentido se distinguen contenidos: concientes, inconscientes asequibles, inconscientes mediatamente asequibles e inconscientes inasequibles.

En este punto es necesario aclarar que desde esta perspectiva se debe entender al Yo y su consiguiente sentido de mismidad y voluntad como un complejo más, y como tal, regido por el funcionamiento arquetípico y la dinámica colectiva. La autonomía, la facultad para consumir la energía psíquica, el dominio y la dirección de la conciencia, son propiedades del complejo, siendo a la par las propiedades por excelencia del Yo, pero no es un complejo cualquiera, más bien es un tipo especial de complejo, pues con este nos identificamos.


La misma conciencia que nos sumerge en la ilusión, puede en otra etapa elevarnos espiritualmente. En última instancia, la concientización puede involucrar al núcleo más íntimo del ser humano en dinámicas de participación espiritual cada vez mayores, que abarcan esferas vinculares de pertenencia cada vez más amplias y profundas y la actualización de proyecciones temporales cada vez más distantes, pasando por el individuo, el grupo, la humanidad y hasta implicar al cosmos en todo su infinito y eternidad. Finalmente la conciencia se puede liberar por completo de su identificación con el Yo y comprender que la “realidad” es solo una construcción, una ilusión colectiva (Wilber, 2005).

BIBLIOGRAFÍA 
http://vidaculturaycosmos.blogspot.cl/2017/02/bibliografia.html

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