miércoles, 1 de febrero de 2017

ESPIRITUALIDAD DESDE LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL Y LINGÜÍSTICA

Rodrigo González, 2017.

ESPIRITUALIDAD DESDE LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL Y LINGÜÍSTICA

Como ya se explicó la espiritualidad se desarrolla, pero no lo hace en el vacío, sino en cierto contexto cultural, por lo tanto, si queremos estudiar con seriedad temáticas espirituales no podemos eludir una comprensión profunda de sus bases antropológicas. 

La antropología social surgió cuando algunos europeos comenzaron a analizar sistemáticamente los mitos, símbolos, y ritos, recopilados por exploradores y misioneros al entrar en contacto con los nativos de América, Africa, Oceanía y Asia. Del encuentro entre distintas cosmovisiones, surgió también la necesidad de traducir y por tanto el estudio de los símbolos. De manera que la antropología social y la lingüística han estado unidas indisolublemente desde el comienzo.

En términos muy generales, las corrientes antropológicas pueden ser clasificadas en dos grandes tendencias: el universalismo evolucionista y el contextualismo. Mientras que el universalismo evolucionista hace énfasis en la primacía de estructuras innatas, los contextualistas coinciden en que el simbolismo no puede ser universal, puesto que no tienen significado por sí mismos al margen de su contexto (Jakobson, 1956).

El contexto puede entenderse como situación (circunstancias biológicas, psicológicas y sociales en que se desarrolla la comunicación)  o como referente (contexto al que se refiere el emisor). En base a esta distinción, se distinguen dos grandes tendencias contextualistas: los modelos que consideran el simbolismo religioso como una proyección funcional de necesidades materiales y los  modelos que describen una relación dialéctica entre los símbolos y las interacciones sociales. Y aunque son modelos complementarios, existe un debate entre ambas posturas

El universalismo evolucionista

Podemos localizar el inicio de la lingüística en los estudios comparativos sobre las recurrencias y convergencias entre las lenguas romance y el sánscrito. Tiempo después, Ferdinand de Saussure (1913) inaugura el estudio del estructuralismo, al establecer una distinción entre significado y significante como constituyentes del signo. El autor supuso que todas las expresiones culturales son reflejo de una estructura semiótica universal y que las formas variables de una cultura son meras contingencias. Saussure explicaba que el lenguaje tenía un eje del sincrónico (el lenguaje en un momento dado comparado con otros) y otro diacrónico (el lenguaje estudiado en su progresión histórica), a través de los cuales intentaba buscar convergencias y divergencias, y a partir de ellas, deducir estructuras profundas.

En el eje sincrónico, James Frazer (1922) contrastó creencias mágicas y religiosas de todo el mundo. Creyó descubrir un tópico universal sobre el sacrificio como origen de lo sagrado, en el cual, explícita o simbólicamente, se daba la muerte y posterior resurrección.

Lévi-Strauss (1995) también aplicó el estructuralismo al estudio de las culturas, para desvelar regularidades tras la variedad de ritos, mitos y reglas de parentesco. Lévi-Strauss descomponía los mitos en una serie de mitemas (elementos estructurales y universales de los mitos) que se ensamblan con otros mitemas en diversas formas en distintas culturas. Por ejemplo, Lévi-Strauss estudió elementos comunes que determinan la eficacia de la magia alrededor del mundo, definiendo que “la creencia del hechicero en la eficacia de su técnica, la creencia del enfermo en el poder del hechicero, y las creencias de la comunidad” forman una especie de campo de gravitación en cuyo seno se sitúan las relaciones entre el mago y los hechizados. Lévi-Strauss intenta demostrar que estas recurrencias simbólicas tienen eficacia cotidiana que se condicen con reacciones psicofisiológicas, así como ocurre en el psicoanálisis y en otras técnicas alrededor del mundo.

Este tipo de análisis llevó a varios investigadores del campo transpersonal a concluir que existirían una filosofía perenne, un conjunto universal de verdades y valores comunes a todos los tiempos y culturas, y que se descubre al estudiar las estructuras subyacentes a todas las religiones, especialmente las corrientes mistéricas. El dicho “Dios es el mismo en todas las culturas solo que con distinto nombre” proviene de este pre-suposición.

En el eje diacrónico, Tylor (1981) observó que los sistemas culturales se desarrollaban en tres fases, comenzando por la magia primitiva, pasando por la religión monoteista, hasta llegar a la ciencia. Tylor, creía que estas  tres etapas responden a un mismo mecanismo cognitivo, esto es, el esfuerzo del ser humano por dar explicación a lo que ocurre en sí mismo y su entorno. El tema es que para Tylor los salvajes no lograban distinguir entre los componentes subjetivos (lo imaginario, lo onírico, los procesos primarios, etc.) y la “realidad”, y por lo tanto, atribuía a sus experiencias internas un estatuto ontológico erróneo. De ahí surge la forma más primitiva de religión, esto es, la creencia en “seres sobrenaturales”. Como se aprecia, Tylor estableció una base evolucionista de las facultades cognitivas, que tuvo una importante repercusión en el estructuralismo, el psicoanálisis y en la antropología cognitiva evolucionista.

El evolucionismo supone la existencia de ciertas estructuras cognitivas que se encuentran a la base de todo acto simbólico, dando un sentido de continuidad entre las diversas etapas culturales. Esto parecía ser solo especulación, hasta que Chomsky (1965) descubrió la existencia de una gramática generativa innata, que se encuentra implícita en todo lenguaje, estas estructuras profundas constituye una base simple a partir de las cuales se pueden desarrollar las transformaciones que dan cuenta de las más diversas manifestaciones culturales. En función de esto, se describe una serie de sistemas modulares de entrada que se encuentran a la base de nuestro lenguaje, cognición y cultura. Cada modulo mental genera un esquema inferencial mediante procesos heurísticos sobre un tipo específico de información (Fodor, 1986). A medida que el programa minimalista de Chomsky (1995) se desarrollaba, el funcionamiento modular de la mente fue inundando esferas más amplias de la existencia humana, existiría una gran cantidad de módulos y módulos de módulos, etc. Todo módulos tiende a la eficacia (a minimizar su esfuerzo y maximizar sus efectos), aumentando la relevancia de la información procesada mediante una inferencia de implicatura, es decir, que tanto afectaría dicha información la representación del mundo. El sujeto considera relevante un hecho a medida que infiere en él una intensión comunicativa ostensible, de manera que todo acto inferencial pasa en cierto modo por la construcción de una teoría de la mente, es decir la atribución de agencia e intensionalidad a los  fenómenos (Sperber y Wilson, 1995; Sperber, 1994).

Pascal Boyer (2002) cree que las creencias religiosas pueden ser entendidas como un epifenómeno del funcionamiento cognitivo modular. La agencia es el fundamento de las relaciones sociales y la personalidad. El individuo realiza constantemente un esfuerzo por atribuir agencia e intensionalidad a los fenómenos, y cuando algunos de ellos desafían el conjunto más estable de creencias y expectativa, dichos fenómenos son considerados contraintuitivos o sobrenaturales. De la misma forma que un nativo en la selva recurre al módulo que reconoce rostros y para rastrear posibles indicios de un depredador, cuando un hombre escucha un sonido extraño en una casa misteriosa puede pensar que se trata de un espíritu penando. Además, como los hechos contraintuitivos resultan emocionalmente perturbadores, adquieren cierta saliencia por sobre los fenómenos intuitivos.

Como explican Lawson y McCauley (2002), aunque se ha logrado explicar el origen de nuestras creencias religiosas más básicas, se ha dicho muy poco sobre la comprensión de los actos rituales más complejos. Ya se sabe que los ritos permiten al hombre religioso gestionan las emociones disruptivas causadas por los fenómenos contraintuitivos dándoles un sentido existencial. Pero si le preguntamos a quienes participan en los rituales, cuál es el significado del rito, es muy probable que no lo sepan, que apelen a alguna autoridad, a los antepasados o simplemente le atribuyan significados muy distintos. Tal parece que un rito, puede, hasta cierto punto, realizarse al margen de su significado oficial, apelando meramente a su sintaxis y operatividad, recordemos que el lenguaje puede referirse a algo, o puede ser un acto por sí mismo, al margen de un referente, como se da en los actos ilocutivos (Austin, 1982). De hecho, muchas veces, la atribución de significados rituales solo es fruto de la sofisticada especulación teológica entre una élite intelectual. Por lo tanto, es necesario recurrir a un nivel más concreto de representación modular, llamado "sistema de representación de la acción” para explicar este fenómeno (Lawson y McCauley, 2002).

Este sistema de representación de acción, define la efectividad del ritual, al distinguir entre agentes activos y pasivos que participan del rito, en base a una serie de presunciones. Por ejemplo, en un bautismo, entendemos que el sacerdote realiza el bautismo al bautizado, en presencia de una serie de asistentes, porque suponemos una serie de características formales que determinan la eficacia del ritual, se supone por ejemplo que el sacerdote se encuentre consagrado y que el agua esté bendita. Si entendemos que todo acto es realizado por un agente y si asumimos que los ritos religiosos son acciones, entonces podemos interpretar la realización de un rito religioso como un acto atribuido a un agente sobrehumano. Como se explicó, todo acto ritual se interpreta en presencia de ciertas condiciones de acción, a la vez, la realización de rituales anteriores legitima el rendimiento de los ritos posteriores, aveces, se puede establecer una larga concatenación de ritos religiosos a lo largo de la historia, pero en un punto las representaciones rituales encadenadas apelan al agente sobrehumano del cual se derivan su eficacia, de otro modo el rito queda deslegitimado. Dentro de la cadena, mientras más cercano sea el rito al agente causal, mayor será su profundidad y centralidad estructural en el sistema religioso. Por lo tanto, es de esperar que exista una actitud más diversa y tolerante respecto a los ritos periféricos, pero una mayor resistencia al cambio en los ritos centrales (Lawson y McCauley, 2002).

Lamentablemente la aproximación de Tylor, Boyer y compañía terminan en un colapso argumental cuando tratan de definir lo sobrenatural (Cornejo, 2010). Si la inferencia de agencia e intensionalidad es un mecanismo común a todo fenómeno (sea este intuitivos o contraintuitivos / profanos o sagrados), podemos tomar dos caminos argumentales: o todos los fenómenos pueden considerarse sobrenaturales, o todo fenómeno es natural, pues no tenemos ningún punto de referencia para distinguirlos más que el mecanismo que es común a ambos. El problema de considerar a todo como sobrenatural, es que esto nos lleva a ontologizar los fenómenos subjetivos, pero si consideramos que todo ente es natural, entonces la existencia de los fenómenos queda suspendida hasta una posterior comprobación empírica y contrastada, echando por tierra la supremacía etnocéntrica del universalismo. De hecho, si llevamos el estructuralismo hasta sus límites, y comparamos ciencia con religión, nos damos cuenta que ambas son muy similares, son sus teorías las que establecen como interpretar los datos y cuando rechazar la evidencia, por lo tanto, las concepciones sobre los natural y sobrenatural no son resultado directo de las evidencias, sino de los mitos que subyacen a ellas (Feyerabend, 2013).

Contextualismo proyectivo

La teoría proyectiva es una especie de universalismo moderado, pues asume igualmente la existencia de estructuras profundas, pero cree que se manifiestan en diversas formas en distintas condiciones materiales, de manera que estudia el simbolismo poniéndolo en su respectiva perspectiva histórica, política y económica, por lo mismo, se dedica a estudiar principalmente el lenguaje público (escrituras, ritos y discursos), dando menor importancia a la experiencia fenomenológica o subjetiva.

Veamos como comenzó esta corriente teórica. Resulta que tras el ideario ilustrado, el cuestionamiento a la jerarquía de la iglesia católica y la legitimidad del orden social, indujo una serie de revueltas. Paralelamente, este clima efervescente generó una reacción conservadora. De ambas visiones, la crítica y la conservadora, se comenzó a interpretar el simbolismo religioso como una proyección funcional de necesidades materiales.

Feuerbach (2013), el precursor de la teoría de la proyección, plantea que el humano al ver frustradas sus necesidades, se aliena, proyectando en un ser idealizado sus propias aspiraciones realizadas. De ahí que Dios cobra sentido como respuesta al sufrimiento, encontrando en esta figura el refugio y aliciente requerido para seguir adelante a pesar de la adversidad. No obstante, el ser humano olvida el significado de lo que ha construido, para finalmente perder su identidad bajo un torbellino de símbolos.

Durkheim (1912) estudió cómo a partir de las religiones primitivas se lograba construir un orden social determinado. Observó que eran las propias sociedades las que definían ciertas cosas como religiosas y otras como profanas, por ejemplo, los clanes tenían una religión primitiva llamada totemismo, en el que se deificaba a plantas y animales, y a partir de esta veneración se constituía una representación colectiva de su vida cultural. Finalmente, llegó a la misma conclusión que Feuerbach, la sociedad y la religión eran un mismo fenómeno, la religión era el modo en que la sociedad se proyectaba a sí misma bajo la forma de un hecho social no material, en torno al cual toda la estructura social podía organizarse. Por tanto, habría tantas religiones como formas de organización social.

Freud (1913; 1939), recoge esta concepción sobre la religión como proyección que alivia el sufrimiento pero la comprende desde un prisma evolucionista-universalista, y le llama mecanismo de defensa. Para Freud, sobre todo en su última etapa, el tema de la añoranza del padre en la religión se vuelve un argumento recursivo. Según el Mito de la Horda Salvaje: el padre de la horda es representado como una fuente inalcanzable de poder, que le permitía proteger al clan, y, al mismo tiempo, gozar sexualmente de todas las mujeres del grupo. Causando insoportables sentimientos de odio, temor y adoración, que llevan a la horda a asesinar y devorar colectivamente a su padre. Pero los sentimientos de culpa inundan a la horda, quienes pactan la “ley de prohibición el incesto” para no volver a caer nunca en la barbarie, y consecuentemente, el padre vuelve a la vida en el interior de cada uno de los miembros, es decir, se interioriza la imagen del padre como origen del orden social del grupo, quien mediante la asunción de normas garantiza la protección de la cultura. El Complejo de Edipo y el Mito de la Horda Salvaje desconcertaban a la antropología ¿Acaso se trataba de una estructura profunda universal?

A partir del trabajo de campo, Malinowski (1948) comenzó a cuestionar la pretendida universalidad de los complejos psicológicos, revelando que las instituciones en que se satisfacen las necesidades individuales difieren según la cultura. La teoría funcional de Malinowski se sostiene sobre una clasificación jerárquica de necesidades, donde las necesidades más abstractas trabajan en función de las más concretas: la satisfacción de las necesidades psicobiológicas amerita la creación de necesidades institucionales como un medio para satisfacer a las primeras, y las necesidades simbólicas integradoras permiten transmitir las formas institucionales más adecuadas para satisfacer las necesidades psicobiológicas. Malinowski, encuentra que distintos sistemas simbólicos, como la ciencia, la magia o la religión se encuentran presentes hasta en las sociedades nativas más apartadas. En el plano científico, los pueblos originarios conocían muy bien los ciclos de la naturaleza, la botánica, la astronomía y otras áreas del saber. En cambio, cuando necesitaban resolver un problema concreto que rebasaba su racionalidad recurrían a la magia y apelaban a la religión en búsqueda de un consuelo que le diera un sentido existencial a la muerte de un ser querido.

Como se ve, a diferencia de Durkheim, para Malinowski la cultura funciona para satisfacer necesidades de las personas y solo segundariamente,  las necesidades de la sociedad en su conjunto. Pero independiente de la primacía social o individual, en ambos casos, los sistemas culturales se desarrollan en función de los medios de producción, en Durkheim la anomia se da en función de la división del trabajo (Merton, 1934), y en Malinowski en función de la satisfacción de necesidades psicobiológicas (Malinowski, 1948). Es decir, esta teoría se sustenta en una especie de materialismo cultural, donde la intraestructura étic determina la estructura étic, y estas, a su vez, determinan las superestructuras émic (Harris, 1982). Y por tanto, nos conduce a una interpretación de los símbolos religiosos en el marco pragmático correspondiente, es decir, el contexto situacional, las circunstancias en que se emite el mensaje.

Desde la perspectiva contextual materialista, Gavin Flood (1999) se ha dedicado a estudiar los símbolos contenidos en los textos y prácticas religiosas, en el marco de los procesos históricos, las fuerzas políticas y económicas. Según argumenta, es la coincidencia entre la experiencia micro y los procesos macro históricos, lo que permite la trascendencia histórica. Y por lo tanto, las nociones religiosas no pueden entenderse al margen de su función social, por ejemplo, no puede comprenderse el nirvana en el marco del cristianismo, ni puede entenderse la theosis en el marco del budismo. De modo que no tiene sentido hacer comparaciones para extraer de ellas una estructura universal, como pretende el estructuralismo o el psicoanálisis.

El problema del proyectismo materialista es que cae en la misma trampa que el evolucionismo cuando intenta definir lo sagrado, por ejemplo: Durkheim (1912) entiende la religión como la forma en que la sociedad se representa mediante un hecho social no material, desempeñando una importante función en la “cohesión social”. Pero ¿Qué hecho no es material? Pues el conjunto unificado de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas, diría Durkheim. Pero ¿Qué es lo sagrado? Aquello que marca una diferencia con lo profano, responde. Pero, y si lo religioso tiene su impronta en la sociedad, es decir en lo profano, ¿Cómo puede lo sagrado constituirse como algo distinto de aquello que lo proyecta?, ¿Acaso no lo proyecta?  Por consecuencia, o la sociedad, en su conjunto, es un hecho religioso material (la sociedad es sagrada) o la “sociedad” es una representación, y queda suspendida su comprobación como hecho hasta contraste empírico, luego ¿Cómo puede experimentarse empíricamente un hecho subjetivo sino viviendo dicha espiritualidad desde una perspectiva émic?

Contextualismo simbólico y translingüística

A pesar de tener la misma preocupación que Durkheim, sobre el vacío moral, Tocqueville desarrolló un sistema teórico bastante distinto, basado en la crítica al movimiento secularizador, es decir, objetó la concepción del desarrollismo-democrático como la nueva religión. Tocqueville (1840) creía que las sociedades secularizadas, al concentrar su interés en las riquezas y el  bienestar material, terminaría degradando la libertad humana, al hacerla esclava de la satisfacción de los deseos. Por otra parte, el culto democrático a las mayorías, volvería a los sujetos más influenciables, transformándolos en presas fáciles del autoritarismo. Tocqueville creía que las superestructuras, no eran solamente una proyección de intereses materiales, aun más, estimó que la religiosidad podría asumir un rol protagónico en las sociedades democráticas. Ya que la religiosidad ofrece una base moral firme que protege al sujeto, afianzándolo a un conjunto de creencias y costumbres que mantienen cohesionada a la sociedad. Y a la vez, satisface la necesidad de trascender los meros intereses personales, dándole, de esta manera, sentido a la vida. Es decir, la religiosidad, al orientar con una serie de valores, libera a sus practicantes, haciéndolos menos volubles ante las oscilaciones de la opinión pública y los dictamines de un dictador que desee restringir su libertad.

De igual manera, Weber desarrolló sus ideas en el sentido contrario que el materialismo, centrándose en cómo los sistemas religiosos han influido en el espíritu -el ethos- de los sistemas económicos. Manifestó, por ejemplo, que el auge del protestantismo ascético promovió el espíritu capitalista o como el hinduismo ha promovido el desarrollo de una economía simple estratificada por castas, atrasando el auge del capitalismo en India. Weber pretende descubrir relaciones complejas y dialécticas entre distintos ámbitos del acontecer humano, demostrando que la religión no es solo un inductor de orden social sino también una fuente de innovación y dinamismo cultural. Weber considera el universalismo como una “impresión”, luego lo pone como punto de comparación (tipo ideal) con otras culturas, para comprender como cada acción social se da según una racionalidad o sentido de acción distinto, dado en un contexto simbólico construido en condiciones históricas y circunstanciales particulares (Weber, 1905; Weber, 1999).

A las superestructuras religiosas no les conciernen solamente el más allá, sino también al mundo secular, los distintos sistemas culturales –con sus respectivas representaciones del mundo, valores y estilos de vida- entran en interacción unos con otros por el dominio en las distintas esferas de la vida, llevando a la esfera dominada al campo de lo “ilegitimo” (Gutierrez, 2006).

Un ejemplo del dominio de una racionalidad la encontramos en aquel tiempo en que primaba la autoridad tradicional, entonces, el primitivo creía que debía valerse de magia para controlar una naturaleza poblada por espíritus. En dicho tiempo no existía ninguna noción de “más allá” o de algo “sobrenatural” (Weber, 1999).

En aquellas épocas se celebraban fiestas rituales, orgías y otro tipo de ceremonias colectivas, donde se discriminaba a quienes estaban enfermos o atribulados, con el objeto de legitimar la autoridad tradicional. De forma espontánea, los excluidos comenzaron a organizarse en torno a autoridades carismáticas como el curandero, el héroe guerrero o el profeta para obtener la salvación, entrando en confrontación con las autoridades tradicionales. Paulatinamente, en torno a las comunidades religiosas, comenzaron a edificarse formas racionales de explicar el sufrimiento, el espíritu revolucionario de las religiones mesiánicas necesitaba legitimar un poder superior a este mundo para justificar su liberación del poder tradicional, así la teodicea condujo a una desvalorizaban el mundo terrenal y una exaltación de la trascendencia divina. Con esto, la autoridad carismática devino en ser sobrehumano o emisario de dios, ante el que el atribulado podía liberarse del peso de sus pecados, así el pecado perdió su carácter de ofensa mágica. Weber se concentró en las grandes teodiceas, como la doctrina del Karma y la predestinación del puritanismo ascético. Gracias a las teodiceas las religiones alcanzaron un alto nivel de racionalización, donde las autoridades podían orientar a sus súbditos de acuerdo a sistemas de valores (Weber, 1999).

Dentro de esta nueva religiosidad racionalizada, se constituyen dos grandes medios para salvar el abismo abierto entre lo profano y lo sagrado: una consiste en guiarse según fundamento o un código legal de carácter público (un conjunto de mandamientos divinos), la otra por medio de un contacto psicológico y privado con lo divino, mediante el misticismo (Weber, 1999).

Esta situación comenzó a variar cuando algunos movimientos espirituales orientaron sus valores a la vida práctica, especialmente determinados valores puritanos, como el enriquecimiento como signo de gracia divina y el trabajador como un instrumento de dios, se volvieron esenciales para la sociedad burguesa. El puritanismo promovió valores que podían realizarse en el mundo, pero las riquezas y el poder se volvieran irresistibles para el hombre. Si para el puritano, la preocupación por la riqueza no pesaba sobre los hombros de sus santos más que como un manto sutil que en cualquier momento se puede dejar, para el hombre moderno el manto sutil se ha transformado en una jaula de hierro, que pone al ser humano bajo un gigantesco aparato de dominación que amenaza su libertad. La nueva burocracia hierocrática impone una visión de mundo donde no existen poderes ocultos y todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión, en esto consiste el desencantamiento del mundo (Weber, 1905; Weber, 2012).

Pero aunque la magia y la religión se hayan deslegitimado, nada impide que siga su corriente subterránea; como explica Weber (2012): “aquellos innumerables dioses de la antigüedad, que fueron desmitificados, se encuentran ahora transformados en poderes impersonales, que se levantan de sus tumbas dispuestos a dominar nuestras existencias y siguen su incesante combate entre ellos”. Según Erich Fromm (2008), la cultura moderna ha cubierto con un barniz de bondad la idolatría al dinero, el poder, el éxito.  Bajo la influencia de estos lobos vestidos de oveja, el ser humano teme a la libertad, transformándose a sí mismo en un bien de consumo y un consumidor eterno. A partir de ese momento, el hombre se transforma en un autómata, que sintiéndose ajeno a sus propias obras, vacía su subjetividad y se aísla en su soledad. Al mirar hacia atrás, vemos que el humano se ha vuelto vulnerable frente a cualquier doctrina autoritaria (note que ante el diagnóstico de Fromm, es anticipado por la predicción de Tocqueville).

Como explica Fromm (2008) el hombre no es libre de elegir entre tener o no ideales, pues necesita de ellos para darle sentido a su vida, pero es libre de elegir entre adscribirse a formas autoritarias o liberadoras de religiosidad. La religiosidad liberadora promueve el desarrollo del juicio crítico, del amor maduro y la libertad. En cambio, la religiosidad autoritaria se alía con el poder secular, para promover la sumisión a poderes “superiores”. En símil, el movimiento libertario en latinoamerica (Dussel, 1993; Hinkelammert, 2012), explica que la religión organizada ha dado paso a una forma de trascendencia inmanente o secular, que asume dos formas de espiritualidad: la espiritualidad liberadora que establece a lo humano como criterio de lo sagrado, desde el momento que se asume que Dios se hizo hombre; por otro lado, emerge una forma de espiritualidad fetichista, que establece a la utilidad material (poder y dinero) como criterio de lo sagrado.

Son múltiples los signos de que el mundo se está re-encantando, muchos autores lo mencionan (Hinkelammert, 2012; Maffesoli, 2002; Landy y Saler, 2009; Eliade, 1981; Berger, 2008; Luckmann, 1973; Descola, 2011, Cornejo, 2013; Kepel, 1991; Woodhead y Heelas, 2008; Ferrer y Sherman, 2008: Dockendorff, 2003; Capra, 1999), todo indica que estamos en presencia de un nuevo espíritu de los tiempos.

La espiritualidad tiene una insinuación oculta en muchas de las expresiones culturales postmodernas y transmodernas, solo por nombrar algunos ejemplos: El arte se he transformado en una forma de redención intramundana frente al racionalismo; el cine y el cómic siguen la estructura de la épica legendaria llena de actos mágicos y héroes; los conciertos de pop, rock y folk simulan multitudinarios cultos repletos de simbolismo religioso; las relaciones erótico-amorosas imitan el entusiamo místico donde los amantes unen sus almas en un todo y el desnudismo sigue la clásica nostalgia por la edad de oro; el psicoanálisis simula procesos iniciáticos que descubren la mitología oculta en las tinieblas del inconsciente; la ciencia y las ideología políticas calcan los meseanismos apareciendo como una “redención” frente a las supersticiones e injusticias; los cyborg y la ingeniería genética nos recuerdan los golem y nos hace sentir como dioses creadores de vida; la celebración del año nuevo y los cumpleaños son una vestigio del mito del eterno retorno; los juegos olímpicos y los ejercicios militares nos recuerdan la titanomaquia; el cuidado del medioambiente nos retrotrae al culto a Pachamama y la defensa de los derechos de los animales nos devuelve al animismo que considera a todos seres vivos como nuestros hermanos. Eso sin mencionar el salto a la esfera pública de los fundamentalismos, los movimientos carismáticos, los inumerables nuevos movimientos espirituales, y el auge de la medicina alternativa, la educación holística, la psicología transpersonal, la biología de sistemas, la física cuántica y tantos otros fenómenos que mencionamos en el presente libro.

Por medio de estudios etnográficos, Franz Boas (1911) llega a la conclusión que no hay razas culturalmente puras o intrínsecamente superiores a otras, la cultura es plural e histórica, cada cultura constituye un modo integrado de vida, por lo tanto, requieren para su comprensión una perspectiva que comprenda la cultura desde sus propios parámetros, evitando así caer en una perspectiva etnocéntrica. El lingüista Kenneth Pike (1967) explica que cuando se intenta comprender el lenguaje de otra cultura puede hacerse desde dos perspectivas: la fonémica o estudio subjetivo de los significados y la fonética o estudio objetivo de los sonidos. Pike cree que la perspectiva émica solo puede ser descrita por locutores nativos puesto que solo ellos comprenden dichos significados en sus respectivos contextos.



Por ejemplo, ¿cómo interpretamos el arte rupestre dispuesto en el complejo Pica-Tarapacá? Puede que se trate de una señalética que marque las vías de una compleja red de intercambio, puede que sean resultado de la acción acumulativa de una serie de cultos rituales donde los caravaneros reflejaban sus sueños, o podemos interpretar dicha iconografía como un medio de diferenciación social y étnico. Sin embargo, estas son solo interpretaciones étic, solo el nativo que las haya dibujado nos podrá dar una interpretación más fidedigna de su significado.

Toda acción comunicativa se orienta a un fin, muchas veces se estructura según toda una variedad de funciones, pero los signos no se organizan solo en función de factores materiales (étic), sino también en función de otros elementos del mismo acto comunicativo, así podemos hablar de: la función expresiva, poética, apelativa, fática, metalingüística y referencial (Jakobson, 1974). En la sección anterior ya hemos explicado la contextualización desde una perspectiva materialista (étic), de manera que nos queda explicar la contextualización dentro de un marco simbólico, entendiéndolo los signos como parte de un referente lingüístico. Desde Saussure se distingue una dimensión horizontal y otra vertical del lenguaje, son dos formas de establecer relaciones entre los elementos lingüísticos, me refiero a las: relaciones sintagmáticas y relaciones paradigmáticas (Merrell, 1990). Como consecuencia, para construir un mensaje se deben realizar dos contextualizaciones referenciales paralelas, la selección o sustitución de palabras y la combinación o contextura de los signos. Las palabras se seleccionan según el grado de similitud de sus elementos, en cambio, los elementos de un contexto se disponen según su contigüidad (Jakobson, 1956). Si no fuera por los neologismos y los extranjerismos, los idiomas serían un sistema cerrado de signos, por lo tanto, los códigos imponen limitaciones estructurales a los elementos seleccionados para adaptarse al referente. En torno a esto, Jakobson (1956; 1963) nos propone que todo proceso simbólico, ya sea un proceso intrasubjetivo o cultural, se estructura en el lenguaje, por ejemplo: para comprender un contenido psíquico, es importante comprender los procesos metonímicos y metafóricos implicados en los procesos asociativos; y a nivel cultural, los ritos mágicos comprenden asociaciones homeopáticas y asociaciones por contagio (que se corresponden con las relaciones por semejanza y contextura respectivamente).

Ya que el texto es indisociable del habla, lo étic nunca podrá desentenderse de los émic. Como explica Mijaíl Bajtín, el lenguaje es siempre un proceso dialógico que trasciende la esfera del lenguaje. Tras cada palabra se encuentra toda una polifonía de voces que participan en la asunción del significado. Todo texto tiene un sentido intencional e enterpelativo, pues toda voz no solo quiere decir algo, además se da en respuesta a otras voces y espera la respuesta de otras voces. Y en ello radica la ambigüedad y difusión de todo acto de habla, pues encontramos en cada uno de los enunciados la superposición de un nivel semántico y otro axiológico. Si el lenguaje se disocia de su dimensión valórica nunca se encarna, nunca adquiere sustancia, pues la forma solo adquiere existencia –significado- según la entonación particular que adopta en un contexto específico (Bubnova, 2006).

Partamos explicando cómo se integran los símbolos en un marco cultural. Si comparamos la dotación biológica de los mamíferos recién nacidos, vemos que ninguna otra especie depende tanto de su entorno para desarrollarse, el bebé necesita establecer una relación con su madre para sobrevivir. Siguiendo el argumento de Vigotsky, el lenguaje puede ser entendido como un instrumento mediador,  que incorpora o interioriza las relaciones interpersonales. En un comienzo el niño aprende por modelos, es decir, observando la conducta del adulto, luego el chico puede realizar las acciones con la guía del adulto, pronto puede realizar las acciones por sí mismo repitiendo en voz alta o susurrando las instrucciones, y paulatinamente puede desempeñar acciones independientes bajo la guía de sus pensamientos. Así podemos establecer una íntima relación entre inter-acción social, lenguaje y pensamiento. Siguiendo la senda de Humboldt, Herder, Sapir y Whorf,  la lengua puede entenderse como el espíritu mismo de los pueblos, pues es el lenguaje el que permite configurar la cosmovisión y el ethos de una sociedad.

Berger y Luckmann (2001) teorizan que los seres humanos institucionalizan a través de generaciones sus hábitos, y desarrolla un cuerpo de conceptos, teorías y valores que legitiman dicho conocimiento, hasta que se integran en un universo simbólico, que constituye el conocimiento de sentido común propio de una cultura. A su vez, la distribución social de este conocimiento dependerá de la estructura social en que éste se socializa. Aunque el ámbito de las instituciones puede ser mucho más amplio que el de la religión, a través de la historia la religión siempre se ha destacado como el más extendido y efectivo medio de legitimación. Este éxito radica en su capacidad para relacionar las precarias legitimaciones de primer grado con las legitimaciones de alto nivel de complejidad, es decir, integrándolas en un universo simbólico. Como ya se explicó, el texto y la experiencia, son los principales medios en que se ha expresado la religiosidad en las sociedades racionalizadas.

Para muchos caminos espirituales, los fenómenos subjetivos son una piedra angular; lo vemos en la mística católica, en los movimientos carismáticos, en la meditación vipassana del budismo, en el saboreo de la realidad del sufismo y en muchos otros (Álvarez,  Medina,  Alonso y Silva, 1998; Cornejo, 2001; Fadiman y Frager, 2001).

El sistema de creencia objetivado por cada religión puede impregnar las experiencias cotidianas con su realidad trascendente, para esto cada religión establece procesos institucionales que garantizan la interiorización del universo simbólico en el que se enmarcarán las experiencias. Pero con el proceso de deslegitimación de la institucionalidad religiosa, la religiosidad se diluye y se hace invisible (Luckmann, 1973). Esta crisis de la institucionalidad religiosa está relacionada con una serie de grandes cambios en la sociedad, entre los más importantes destacamos: la sustitución de instituciones tradicionales -basadas en roles y funciones rígidas- por relaciones institucionales más fluidas, descentralizadas y que muestran una mayor preocupación por el bienestar integral y el desarrollo personal de quienes las integran (Heelas y  Woodhead, 2008). Como la sociedad se complejiza a un ritmo acelerado, el modelo oficial va cambiando y nos podemos encontrar con un mosaico de modelos oficiales de realidad, así, cuando la sociedad marginaliza la institucionalidad religiosa, promueve el retiro del mundo sagrado desde la esfera pública a la esfera privada, santificando la experiencia subjetiva de cada individuo (Luckmann, 1973). Cualquiera sea el grado de desacralización del mundo, el hombre profano nunca logrará abolir su religiosidad, solo que en vez de un “Mundo” se enfrentará a una infinidad de lugares gobernados por mitologias camufladas y ritualismos degradados (Eliade, 1981). Así, vemos que esta disolución de las jerarquías religiosas ha sobrevenido por ejemplo, en una amplia y difusa red de centros meditación, técnicas terapéuticas, agrupaciones esotéricas, tiendas alternativas, y otro tipo de servicios espirituales (Heelas y  Woodhead, 2008). Es incluso común encontrarse con buscadores espirituales que practican simultaneamente prácticas aparentemente contradictorias o que en una especie de “nomadismo religioso” pasan constantemente de un camino espiritual a otro, es una religiosidad en movimiento contínuo (Cornejo, 2013).

Nietzsche (1891) anticipaba que el desencanto del mundo reclamaría el advenimiento del superhombre. Pero en vez de la llegada de un líder carismático, hoy vemos que bajo el politeísmo de valores cada persona debe elegir entre los distintos valores que vienen a personificar a los “dioses o demonios” y tiene la responsabilidad de asumir las consecuencias de cada una de estas decisiones (Gutierrez, 2006). Pero esta elección no se trata de la búsqueda de un imperativo categórico universal, pues lo que me funciona a mí no necesariamente le funcione a otro, por tanto cada quien debe asumir una ética pragmática individualista y subjetiva: ¿Cómo me hace sentir esto? ¿Será esta práctica para mi? (Cornejo, 2013). La sociedad secular también asume esta misma ética, no se preguntan tanto si determinado camino espiritual será perverso o recto, pues ello podría ser considerado una discriminación contra un grupo cultural distinto, sino en qué medida los miembros de dichos grupos reconocen voluntariamente los beneficios o perjuicios de dicha disciplina  en su bienestar personal (Habermas, 2006).

La religiosidad en movimiento es una gran revolución espiritual, y es actualmente una de las principales fuentes de innovación cultural. ¿En qué radica este cambio tan grande? Probablemente el cambio más importante es la transición a un nuevo estatuto ontológico de la naturaleza frente al ser humano, que disuelve las antiguas dicotomías, cuerpo-mente, natura-cultura, profano-sagrado, etc. en una suerte de encuentro entre el estructuralismo y el constructivismo relativista.

Si consideramos lo sagrado como experiencia numinosa, es decir, como una experiencia misteriosa y heterogénea, o como un poder tremendum, amenazante y fascinante a la vez, en suma, como una experiencia de orden sobre-natural (Otto, 1980), entonces adquiere sobrerelieve la distinción naturaleza-cultura. Eliade (1981) cae tempranamente en cuanta sobre la paradoja que implica toda hierofanía: mientras que lo sagrado se manifiesta como una realidad totalmente diferente de lo natural, al mismo tiempo puede seguir siendo parte del mundo natural. Para el hombre religioso, “la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica”, y en tanto el cosmos y el humano son obra de un mismo acto primordial divino, lo sagrado puede coincidir perfectamente con lo natural (Eliade, 1981; Eliade, 1993). Siendo más precisos, Descola (2013) identifica cuatro modos de identificar lo natural y lo sobrenatural: en el animismo los no humanos están dotados de vida interior igual que los humanos; en el totemismo los humanos y no humanos comparten propiedades físicas y morales; en el analogismo todos los seres son diferentes entre sí pero admite la existencia de coherencias entre ellas; y en el naturalismo sólo los humanos tienen vida interior.

Normalmente se discute que en occidente se enfrentantan dos concepciones, el modelo naturalista contra las visiones religiosas (Habermas, 2006), luego esto se ve reflejado en oposiciones científicas, entre distintas teorías, unas más materialista que otras. Pero cuando Descola descubre la existencia de diversas concepciones sobre lo natural, queda de manifiesto que la confrontación entre naturalismo y animismo solo responde sesgos culturales que intentan deslegitimarse recíprocamente (Cornejo, 2010).

Pierre Bourdieu (1971) ha analizado las religiones como productores de capital simbólico (conocimiento, normas y símbolos) que estructuran y son estructuradas dentro de su campo social mediado por los habitus. Cuando Bourdieu realizó sus estudios en África, quedó patente como la visión natural del colono desnaturaliza la del paisano para incorporarle o encarnarle el nuevo orden natural, imponiendo lógicas de dominio corporal sobre la concepción natural dominada. Esto implica que tras cada concepción de la naturaleza, se encuentra un proceso histórico que se encarna o se incorpora en el cuerpo e interacción de los agentes sociales, bajo la apariencia de disposiciones naturales o innatas, y, que como tales, se transforman en principios reguladores y generadores de las prácticas e ideologías de un campo social particular. Seguidamente, podemos entender la encarnación como aquellos procesos que permiten al sedimento social de símbolos espirituales tomar una forma de un esquema corporal que posibilita la configuración de marcos de sentido de interacción, es decir, situar la inter-acción en un contexto histórico y cultural determinado (Galak, 2010).



Entonces ¿Cuál es la relación entre lenguaje, cuerpo y cosmovisión? La configuración del contexto, esto es, la cosmovisión en que se enmarcan las vivencias corporales también responde a fenómenos intersubjetivos. Si para Ricoeur el lenguaje es metáfora del mundo, para Bajtín el enunciado es la metáfora que se plasma en un cuerpo en diálogo con el mundo. En Eliade (1981; 1993) toda experiencia numinosa deriva de la reedición de actos primordiales de creación del cosmos. En dicho acto comunicativo, el espacio-tiempo pasa simbólica y ontológicamente del caos al cosmos, y el elemento santificado se transforma en un punto de referencia, sobre el que se funda el axis, centro del universo. George Lakoff y Mark Johnson (1999) ha desarrollado su teoría subrayando el papel de los procesos metafóricos que permiten atribuir significados a partir de las distintas inter-acciones corporales del organismo con su ambiente. Hay diversos ejemplos, de como las nociones arriba-abajo, dentro-fuera, derecha-izquierda, atrás-adelante, cerca-lejos, centro, equilibrio, pueden abstraerse de la realidad, jugando un papel fundamental en la configuración de las cosmovisiones (Lakoff y Johnson, 1999).

Así se puede entender el resultado del estudio comparado de las cosmovisiones. Por ejemplo, tanto la cosmovisión aymara sobre la pacha, como la cosmovisión mapuche sobre el mapu, hacen una clasificación en niveles de realidad más elevados, centrales y más bajos, llamados en el caso de los aymaras alaxpacha, akapacha y makapacha. También permite entender las diferencias cosmológicas a nivel de la unidad narrativa. Por ejemplo, los occidentales ven el futuro como una progresión hacia adelante, mientras que los aymaras ven el futuro en sus espaldas y el pasado hacia adelante.

La íntima relación entre la cosmovisión y las experiencias corporales, nos lleva a relativizar la interpretación de las experiencias espirituales. Steven Katz (1978), afirma que las experiencias místicas, al igual que otras experiencias humanas, se encuentran mediadas y constituidas por el lenguaje. Esto significa que las experiencias espirituales no tienen sentido fuera de las expresiones culturales en que se producen y solo pueden ser comprendidas en el campo en que se llevan a cabo. Por ejemplo, el  cristiano “no experimenta una realidad indeterminada que posteriormente etiqueta como Dios, sino que experimenta cristianamente una imagen prefigurada de Dios”.

Pasando al siguiente tema; más allá de las experiencias y el lenguaje hablado, el desarrollo de la escritura ha significado cambios de grandes proporciones en la historia humana. Se dice que el lenguaje escrito puede virtualmente independizarse del hablante, adquiriendo un estatuto ontológico, de realidad, relativamente independiente de las experiencias del escritor (Echeverría, 2005). Muchas manifestaciones religiosas consideran el texto como un elemento central de sus universos simbólicos: la cábala, el ímpetu protestante por volver al evangelio, la visión islámica sobre el destino como algo que “estaba escrito”, o la visión del dharma védico como ley divina, suponen un simbolismo dispuesto principalmente en la esfera pública, de hecho muchas vías espirituales tratan a los textos como si se tratara de un líder carismático o como un maestro (Scholem, 1976; Ferrer y Sherman, 2008; Huete, 2009).



Producto de la anomia surgida en la modernidad, muchas personas sintieron la necesidad de reconquistar la añorada seguridad perdida con la disolución de la trama social tradicional y encontraron en el texto sagrado el eje en torno al cual renovar las bases prepolíticas de sus sociedades. Desde los fundamentalismos, el texto sagrado es una fuente de donde emana una literalidad perfecta, apodíptica, inerrable y que por contraste es superior a toda ley humana (Pace y Guol, 2006; Habermas, 2006; Kepel, 1991; Berger, 1967). También hay formas de fundamentalismo encubierto, su mejor es el Maoismo (LGE, 2008), otro ejemplo más sutil es el movimiento liderado por Dawkins (2006), que busca salir orgulloso a la esfera pública a defender su “ateísmo”, pero una visión aguda revela que es un fundamentalismo panteísta que interpreta la naturaleza en forma literal.

Como si Dios estuviera buscándose revancha, vemos que en las últimas décadas, el fundamentalismo se ha tomado la agenda internacional y política (Kepel 1991). El problema se presenta cuando los fundamentalismos se enfrentan por el dominio de una esfera mismo espacio de la esfera pública, pues no admitiendo distintas interpretaciones, el choque de cosmovisiones pasa a un plano político de intolerancia.

Según Geertz (2003), la religión  es aquel “sistema de símbolos que obra para establecer… estados anímicos y motivaciones… formulando concepciones de un orden general de existencia y revistiendo estas concepciones de una aureola de efectividad tal que los estados anímicos y las motivaciones parezcan de un realismo único”. Esta definición resulta muy práctica para comprender la confrontación entre fundamentalismos, es como si dos programas computacionales con potenciales semáticos diferentes intentaran infructuosamente leerse entre ellos, ya que el texto solo puede entenderse íntegramente en el contexto simbólico en que ha sido escrito.

Aunque los fundamentalistas no admitan otras interpretaciones, se les hace inevitable admitir que su visión religiosa difiere de aquellos movimientos que realizan una interpretación más “liberal” del texto, y por consecuencia, se encuentran obligados, aunque sea para criticarlas, a entrar en dialogo con otras tradiciones. Es entonces, en la traducción de sistemas cerrados de signos y en la interpretación sobre interpretación, donde los fundamentos se vivifican entre sí, llevando la palabra hasta una experiencia límite, donde los significados se encarnan y se llenen de sentido (Huete, 2009). Ferrer explica como la afirmación contextualista sobre que “no hay nada fuera del texto” derivó inevitablemente en que los seres trascendentes solo tienen su vida como entidades discursivas. Luego, ya que desde una perspectiva contextualista se valora la perspectiva émic, el lenguaje religioso se comenzó a interpretar en el contexto de su campo semántico. Y considerando que los círculos espirituales suelen asumir la naturaleza sagrada de sus escrituras y como  un resultado de la revelación o la inspiración, la linguistificación de lo sagrado ha pavimentando el camino para resacralización del lenguaje. Pero –según afirma Ferrer- no es solo el lenguaje “merece ser llamado sagrado, sino más bien el lenguaje como constitutivo del pensamiento humano e inherentemente expresivo de una creación sagrada a la que la humanidad y la cultura igualmente pertenecen…”, no es el lenguaje abstracto, alejado de la realidad cotidiana, sino una nueva espiritualidad encarnada y participativa (Ferrer y Sherman, 2008). En última instancia, la interpretación de los textos es también una experiencia, es decir, la hermenéutica es también una fenomenología (Huete, 2009). Por estos motivos los derechos colectivos de un grupo religioso sólo pueden afirmar si al mismo tiempo garantizan a los miembros individuales el espacio necesario para que decidan reflexivamente entre apropiación, revisión o rechazo críticos de sus doctrinas (Habermas, 2006).

Dado que los procesos transculturales son esenciales para comprender los fenómenos de intolerancia, indagaremos un poco sobre ello. Podemos definir los  procesos transculturales, como aquellos procesos de transición que se generan del encuentro de dos o más universos simbólicos. Lo que resulta especialmente pertinente considerando los procesos de colonización y poscolonización que ha vivido nuestro pueblo latinoamericano.

Como ha explicado Boas (1911) las  principales causas de innovación cultural se dan precisamente como producto de la difusión y el contacto entre distintas culturas, solo luego, estas costumbres se vuelven inconscientes a fuerza de hábito y se elaboran explicaciones complementarias. Víctor Turner (1988) ha estudiado los procesos de transición cultural, específicamente la liminalidad ritual. Aunque Turner se ha concentrado en los rituales de pasaje entre dos subuniversos de un mismo universo simbólico, nos serviremos de este mismo modelo para explicar los fenómenos de transición de amplio alcance. Si descomponemos un rito en sus unidades básicas, sus símbolos, veremos que condensan un conjunto de significados que se encuentran difusos en ambos universos simbólicos, otorgando cohesión a las relaciones lógicas entre los distintos elemento del contexto. El símbolo adquiere sentido, mientras mayor sea su campo semántico. A la vez, cuanta más información contiene un signo, disminuye el campo de su complementaridad, la complejidad del sistema comunicacional y la incertidumbre. Es por eso, que los ritos liminares o de transición son tan importantes, ya que -como explica Turner- integran en forma coherente las discrepancias semióticas y la ambigüedad propia del pasajero entre el estado de separación y el estado de comunión.

La globalización, el turismo, las telecomunicaciones, las migraciones, la expresión de los marginados y la misma etnología son manifestaciones contemporáneas de nuestra liminalidad, que dejan de manifiesto la enorme diversidad de nuestra especie humana. Podemos decir que, en cierto modo, vivimos en un mundo liminar, donde la homogenización y diferenciación, son procesos de ida y vuelta que funcionan a un ritmo acelerado, haciendo de la religión y la espiritualidad fenómenos cada vez más dinámicos e interactivos. El pluralismo cultural permite el apilamiento de culturas superpuestas, como alternativas culturales que cohabitan en un mismo espacio. La religión es parte de esta transmodernidad, en cuanto deja de ser la institución tradicional por excelencia y se ubica en la periferia del centro de hegemonía moderno, entrando en diálogo con otras subculturas periféricas, como los movimientos antirracistas, anticoloniales, feministas, ambientalistas, etc. sin necesidad de atravesar el centro de poder (Gutierrez, 2006; Dussel, 1993; Berger y Luckman, 1996). En medio del pluralismo imperante, y su consiguiente liminaridad, la crisis de sentido cobra una fuerza inedita, y surge con ello la necesidad de apoyo estatal hacia aquellas instituciones intermediarias que sin personificar actitudes fundamentalistas hagan a sus miembros portadores de un pluralismo donde los diversos valores no sean simplemente “consumidos”, sino que se encarnen simbólica y vitalmente (Berger y Luckman, 1996).

El interjuego de subjetividades que implica el encuentro entre distintos ethos y cosmovisiones, interpela una nueva configuración de las identidades personales y colectivas. En otras palabras, cada una de las parte, se percibe de forma distinta cuando se encuentra con alguien distinto, se realizan procesos de categorización, prejuicio, comparación, traducción, significación, que están a la base de la actitud de cada una de las partes desarrolla hacia el otro, las que a su vez, dan cuenta de nuevas configuraciones vinculares.



La actitud hacia el otro puede distinguirse de acuerdo al grado de diferenciación y el nivel de hostilidad; en caso que predominen actitudes diferenciadas hostiles, se desarrolla una configuración vincular llamada aculturación, basada en el dominio de cierta visión de mundo sobre otra, lo que viene acompañado de prejuicio y discriminación. Un espacio enrredado y hostil, estructura una dinámica de sincretismo, en que el universo simbólico subordinado incorpora subrepticiamente sus significados en los referentes universo dominante. Una actitud amistosa enrredada, da paso a la  integración de las cosmovisiones, es decir, a partir de los dos universos simbólicos se construye una nueva cosmovisión, enfatizando coherencias entre ambos modelos culturales. Por último, un espacio diferenciado amistoso, permite un vínculo de aceptación, empatía y respeto muto entre las partes.

Autores poscolonialistas como Enrique Dussel explican algunas de las dinámicas  vinculares asociadas al colonialismo en América Latina. Como es sabido, la colonia finalizó en América Latina durante el siglo XIX, pero la lógica cultural del colonialismo persiste, manifestándose en todos los procesos de modernización artística, económica, política y científica. De este modo, el colonialismo no se expresa en la imitación de modelos europeos y sus medios de producción cultural, como estrategia para acceder al poder. También se manifiesta en la xenofóbia y en la invalidación de otros universos simbólicos, así como en la lucha contra la humildad y pluralidad epistémica. El conocimiento es producido en los centros de poder, para luego ser distribuido hacia las periferias, que son consideradas como meras receptoras del conocimiento, sin posibilidades de producir su propio patrimonio cultural.

Por otra parte, el colonialismo traído hasta nuestros días bajo la lógica del consumo, ha generado una antítesis latinoamericana que intenta rescatar la sabiduría popular (teología de la liberación, el espíritu libertario de Paulo Freire o Alfredo Moffat, o la biología del conocimiento de Maturana). Este enfoque se corresponde con un esquema vincular de aceptación.

Por otra parte, desde una perspectiva de los pueblos originarios, las mismas culturas chamánicas en la actualidad ya no son como las originales, debido a que han incorporado elementos foráneos. Según Kreimer (1999) los chamanes andinos, incorporan activamente elementos ajenos a su cultura interpretándolos desde sus propios esquemas referenciales. Esta es para ellos una estrategia que facilita la preservación de su cultura. Lo que da cuenta del proceso de sincretismo que ha caracterizado la religiosidad en la mayor parte de América Latina, por ejemplo, es bien conocido el sincretismo entre la Pacha Mama y la Virgen del Carmen.

En cuarto lugar, se debe mencionar importantes esfuerzos de integración desde distintas aristas. Al respecto, Roger Walsh (2009) ha escrito sobre los problemas de comunicación entre culturas de distintas latitudes y épocas, se pregunta “¿Cómo adaptar la forma sin distorsionar la esencia del mensaje?”. Para  conseguirlo se requiere un proceso recursivo: transmitir las antiguas enseñanzas en nuestra cultura y usar la ciencia moderna para refinar estas enseñanzas, en otras palabras un proceso de integración. Para que pueda gestar esta transmisión de sabidurías Walsh cree que se necesitan “intermediarios gnósticos”, esto es, personas que cultiven una disciplina espiritual propia de otra cultura, que domine su sistema conceptual y pueda traducir la sabiduría.

Una forma ha sido introducir la espiritualidad en la cultura popular y de mercado. El neochamanismo es un movimiento occidental surgido en América durante las últimas décadas, que está interesado en la reedición de antiguos ceremoniales indígenas utilizándolos como métodos de las llamadas medicinas alternativas. Por lo general, las personas que las practican experimentan con plantas alucinógenas y prácticas esotéricas. El neochamanismo ha pasado a formar parte de la cultura popular de mercado y la nueva era, lo que se ha materializado en el éxito de venta de libros de ficción y autoayuda basados en el chamanismo, o la promoción del turismo chamánico, entre otros artificios comerciales. También existen importantes esfuerzos por integrar la cultura chamánica en el mundo académico.

Sin menospreciar los esfuerzos de los investigadores por comprender el significado de los símbolos, no se debe olvidar que el lenguaje no solo debe tener una función utilitaria, con esto se quiere decir que los símbolos no necesariamente deben ser interpretados para servir como orientaciones de acción. Recordamos que Jakobson (1974) describió a lo menos seis funciones del lenguaje: emotiva, conativa, referencial, metalingüística, fática y poética. Ante la crisis de la religiosidad tradicional, muchos miembros del movimiento transpersonal buscan nuevas funciones de la expresión espiritual, ya sea en la expresión artística o simplemente en el silencio.


Como reflexión, antes de finalizar este apartado, solo me queda destacar la extraordinaria contribución del encuentro intercultural a la psicología transpersonal y la importancia del símbolismo en la espiritualidad humana.

BIBLIOGRAFÍA
http://vidaculturaycosmos.blogspot.cl/2017/02/bibliografia.html

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