miércoles, 1 de febrero de 2017

Desarrollo humano y desarrollo espiritual

Rodrigo González, 2017.
Desarrollo humano y desarrollo espiritual

Es muy importante tener en cuenta que el ser humano se desarrolla, y por lo tanto, la espiritualidad no es algo estático, la espiritualidad se desarrolla, pues, la espiritualidad es indisociable de nuestra existencia humana, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, e incluso en los procesos transgeneracionales de nuestras familias.

Kirkpatrick (2005, 1990) ha publicado estudios longitudinales sobre la relación entre estilo de apego y la conversión religiosa. Encontró que los que tienen un apego ansioso eran más propensos que aquellos con un estilo de apego seguro a buscar una “nueva relación con Dios”. Estos resultados dan apoyo a la hipótesis de compensación en la teoría del apego: Dios sirve como sustituto de una figura de apego y a través de la experiencia religiosa se logra reeditar dicho vínculo.

Es lógico que la espiritualidad esté relacionada con el desarrollo psicosocial temprano, puesto que  los niños se inclinan a pensar teleológica y dualistamente, como si fueran teistas intuitivos (Bloom, 2013; Keleman, 2004). Donde más claramente se nota es cuando los niños pequeños asignan a todo un propósito intensional, para ellos es tan natural decir que su madre los reta porque no quieren comerse la comida, como que el sol sale por las mañanas para despertarlos o que se salvaron de un accidente porque “alguien” los estaba protegiendo.

Es muy posible que tras el dualismo y teleología de los niños se escondan procesos afectivos e interpersonales que serán el sustrato del juicio moral en el futuro, pues todo juicio moral tiene a la base la noción de agencia e intensión.  Cuando una persona, sobre todo un infante lleva a cabo un juicio moral suele hacerlo apelando al impacto emocional que le causa, por ejemplo, si un acto le genera asco o siente que causa dolor se le da intuitivamente una evaluación negativa y si genera bienestar se le atribuye una connotación positiva. Seguidamente, el niño tenderá a justificar sus juicios recurriendo a razonamiento moral o en su defecto a teorías morales predominantes en la cultura del sujeto (Tobar, 2011). Aunque los mecanismos afectivos persisten durante toda la vida, se sabe que los razonamientos morales evolucionan. Según el modelo de Kohlberg y Ryncarz (1990) el razonamiento moral se desarrolla en cuatro grandes etapas: en el nivel preconvencional el niño se basa en la obediencia en base a la gratificación y el castigo; en la fase convencional el razonamiento moral se basa en ser aceptado y el cumplimiento de normas; en la fase postconvencional las personas se comprometen con sus propios criterios; y finalmente, aparece la perspectiva cósmica, que se relaciona con el desarrollo de una perspectiva autotrascendente.

Como se podrá imaginar, todo razonamiento moral se asocia a una fe, es decir a una forma de ver al sí mismo en relación al mundo. Según James Fowler (1995) toda persona tiene una fe que se desarrolla en una serie de etapas. Todo comienza de una confianza primordial no diferenciada, a partir de la cual se desarrollan  tres etapas de dos fases cada una: primero, la etapa de afiliación, que incluye a la fe intuitiva proyectiva y fe mítica literal; segundo, la etapa de búsqueda, que incluye la fe sintética convencional y fe individual reflexiva; y finalmente, la etapa de aceptación y compromiso que incluye la fe conjuntiva y fe universal (Fowler, 1995). Como predice el modelo Hall-Tonna (Elexpuru y Bunes, 2008), el desarrollo de la visión del sí mismo en relación al mundo viene acompañado por un cambio de valores y habilidades.  



Los modelos estratificados en etapas o fases han sido fuente de controversia pero dado que resultan tan ilustrativos aun gozan de buena acogida. Mientras Wilber (1999) sigue defendiendo los modelos escalonados, Ferrer (2003) ha criticado su pretensión universalista, proponiendo un modelo donde distintos cursos de desarrollo conducen a diversar riveras de una mismo océano. Washburn (1999) propone un modelo cíclico donde el Yo necesita subir la escalera para reprimir su fuente primordial y luego bajar para que el Yo se reintegre con su fuente primordial de energía vital. Y Fowler (1995) opina que la fe se desarrolla como una espiral que oscila entre transformación, regresión y conversión, y que la escala con etapas solo reflejan un patrón general, pero que a nivel personal los procesos son oscilantes. En cierto modo el modelo de Fowler resume todos los otros, puesto que Wilber enfatiza la transformación, Washburn la regresión y la conversión presupone la existencia de vías paralelas similares a las propuestas por Ferrer.

El rol de las necesidades en el desarrollo humano

Dejando de lado por el momento esta debate, es importante comprender la interrelación de procesos que se esconden tras estas etapas. Ya hemos explicado que las interacciones interpersonales se asocian a estados afectivos de bienestar o malestar por medio de atribuciones de agencia e intencionalidad. Más adelante vemos que estas preferencias pueden integrase en la identidad tanto cognitiva como emocionalmente, en medida que las condiciones biológicas se interpretan en un marco cultural e histórico determinado. Por esto, los valores han de entenderse como los criterios socialmente construidos que abstraen ciertos hábitos requeridos para satisfacer distintas necesidades. Por lo tanto, para entender el desarrollo humano es esencial comprender la dinámica entre necesidades que se esconden tras el desarrollo de valores.

En términos muy amplios, las necesidades se pueden clasificar en tres grandes tipos: las necesidades de deficiencia, las necesidades de crecimiento y las necesidades de trascendencia (Maslow, 1971; 1964; 1954). Otra forma de diferenciar las necesidades es el origen de las mismas, en este sentido, se pueden diferenciar tres grandes tipos: Las necesidades fisiológicas, las psicológicas orgánicas, las adquiridas o sociales, las biosociales y las meta-necesidades sistémicas (Reeve, 2010). Sin perjuicio de que estas categorías sean correctas o erradas, es importante comprender que las necesidades se dan, por lo general, al mismo tiempo, son interdependientes y es a veces difícil distinguirlas unas de otras; y por ello, deben entenderse las necesidades como un sistema integrado dinámicamente. Existen diferentes maneras de integrar dinámicamente las necesidades. Por ejemplo, se puede entender que unas necesidades están asociadas a otras en los recuerdos y se activan juntas ante los mismos estímulos, como decían los conductistas; se pueden entender algunas como medios para conseguir la satisfacción de otras, como diría Santo Tomás; se puede entender que las necesidades están jerarquizadas así como planteaba Maslow; o pueden organizarse en polaridades opuestas y complementarias como lo planteaba Jung. De hecho, estas posturas son complementarias, las personas por lo general tiene una jerarquía de necesidades, algunas más importantes que otras; las de mediana importancia son vistas como medios para la satisfacción de las más importantes; y también, en algunos casos, las menos importantes se perciben como opuestas a las más importantes, por ejemplo, se puede percibir a la autonomía como opuesta a la conformidad, o el poder opuesto a la bondad (Schwartz, 2012). Además, no todas las necesidades emergen en todo momento (las necesidades fisiológicas se activan ante señales propioceptivas, las necesidades sociales se activan antes señales sociales), cuando las necesidades de deficiencia se activan cambia momentáneamente el orden de prioridad de las necesidades, luego de lo cual tienden a reorganizarse de forma más o menos igual a como estaban antes de que se activaran. La necesidad de trascendencia trabaja como un regulador de las otras necesidades, en caso de ser de una importancia mayor que las otras. Habiendo explicado todo esto, resulta lógico que el desarrollo humano siga un orden: que las necesidades de trascendencia sean posteriores a las de deficiencia y crecimiento, y que las necesidades fisiológicas y orgánicas predominen en etapas tempranas de desarrollo, puesto que las necesidades sociales solo se desarrollarán en tanto aumente la interacción social.

El rol de las habilidades en el desarrollo humano

Pero son las habilidades las que en verdad determinan el paso de unas etapas a otras, puesto que son estas, en la práctica, las que permiten la realización de los valores, y sin ellas las dinámicas motivacionales quedan restringidas a la satisfacción de necesidades de deficiencia. Luego de desarrollar una confianza básica, se necesita el desarrollo de habilidades instrumentales que permitan un adecuado desenvolvimiento en el medio; una vez que el niño aprende a manejarse en el mundo, requiere desarrollar habilidades sociales que le permitan integrarse participativamente al funcionamiento del sistema social, de ahí en adelante habrá de aprender a trascender sus propias necesidades y a imaginar nuevos mundos y formas de vida que le permitan involucrarse en procesos macrosistémicos cada vez más amplios (Elexpuru y Bunes, 2008).

A comienzos del siglo XX se impulsó el concepto de coeficiente intelectual. En los 90, Goleman popularizó la inteligencia emocional. Gardner (2000) no tardaría en incorporar la inteligencia espiritual a su teoría de las inteligencias múltiples. Al tiempo otros autores (Zohar y Marshall, 2000; Vaughan, 2002) se encargarían de sistematizarla. Haciendo un análisis rápido, resulta evidente que la inteligencia espiritual está relacionada con las habilidades imaginativas y sistémicas, y que las habilidades instrumentales e interpersonales se relacionan con el CI y la IE respectivamente.

El rol de las relaciones en el desarrollo humano

Como ya se ha aventurado en varias ocasiones, el desarrollo espiritual implica transformaciones en la personalidad que involucran niveles de organización y complejidad sistémica cada vez más amplios. El desarrollo de habilidades no proviene de la nada, sino de una particular forma de relación con el mundo. Todo desarrollo espiritual es un co-desarrollo, que se encuentra implicado en nuestras relaciones interpersonales (Leary, 1957). Son los patrones relacionales los que explican el surgimiento de unos valores u otros, por ejemplo: el estilo de crianza autorizativo se asocia a valores de autotrascendencia; estilos autoritarios a valores de hedonismo y estimulación; y el estilo negligente a valores de conformidad (González, 2012).

La familia, siendo el principal ente socializador merece un análisis más detallado. Hellinger (2004) se dio cuenta que muchos de los sentimientos que experimentaban sus pacientes se correspondían con patrones vinculares transgeneracionales y que el bienestar de sus pacientes dependía de que dicho sistema familiar funcionara según cierto orden. En cierto modo, la familia tiene su propio vital y los individuos son solo parte del ciclo vital de sus familias. Por ejemplo Carter y McGoldrick (1980) proponen un ciclo de seis etapas: 1. Entre dos familias; 2. La unión de dos familias; 3. La familia con hijos menores; 4. La familia con adolescentes; 5. La partida de los hijos; y 6. La familia en su última etapa. Entender que la familia como un todo tiene un propio ciclo de vida, permite estudiar la familia desde un enfoque transgeneracional que refleja complementariedades recíprocas entre las tares de desarrollo de las distintas generaciones.

Podemos extrapolar lo que ocurre en la familia a escalas aun mayores, como una escuela, una ciudad, una nación o incluso, como afirma la Declaración Universal de Derechos Humanos, insertarnos a todos dentro de una gran familia humana. Hellinger explica que tras la constelación familiar descubrió que todo sistema tiene una Fuerza Creativa que engloba a todos los participantes, una especie conciencia común que mantiene en movimiento a todo lo demás y lo condiciona.


BIBLIOGRAFÍA


                                           


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